Original

Tuberous sclerosis complex: analysis of areas of involvement, treatment progress and translation to routine clinical practice in a cohort of paediatric patients

V. Cantarín-Extremera, B. Bernardino-Cuesta, C. Martín-Villaescusa, J. Melero-Llorente, Á. Hernández-Martín, C. Aparicio-López, C. de Lucas-Collantes, A. Tamariz Martel-Moreno, A. Duat-Rodríguez, M.L. Ruiz-Falcó-Rojas [REV NEUROL 2021;73:141-150] PMID: 34328203 DOI: https://doi.org/10.33588/rn.7305.2020665 OPEN ACCESS
Volumen 73 | Number 05 | Nº of views of the article 11.607 | Nº of PDF downloads 236 | Article publication date 01/09/2021
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ABSTRACT Artículo en español English version
INTRODUCTION Tuberous sclerosis complex (TSC) displays great phenotypic variability. Increasingly early diagnosis, including prenatal identification, entails the need for the paediatrician and neuropaediatrician to establish early suspicion and identification of factors that may influence prognosis and treatment.

AIM To determine the clinical criteria for early diagnosis, initial complementary tests, actions and treatments to prevent different comorbidities, so as to improve the prognosis of these patients.

PATIENTS AND METHODS Descriptive, retrospective study of = 18-year-olds with a definitive diagnosis of TSC in a tertiary hospital from 1998 to 2019. We collected variables referring to epidemiological data, multisystem involvement, complementary tests and genetics.

RESULTS Ninety-four patients were analysed. The main diagnostic reasons were epilepsy and rhabdomyomas. The frequency of occurrence of clinical criteria was determined, and neuropathological findings were the main findings, followed by cutaneous stigmata, rhabdomyomas and renal lesions. Statistical relationships were found between clinical, radiological and genetic aspects, the influence of preventive activities on the occurrence of epilepsy and the relevance of everolimus use were tested.

CONCLUSIONS Rhabdomyomas and skin stigmata in patients and parents are major diagnostic signs in infants. Tubers and subependymal nodules are statistically associated with the development of epilepsy. Early epileptic spasms, refractory to treatment in the first months, increase the risk of cognitive deficits and autism spectrum disorder. Epileptic abnormalities need to be closely monitored in the first year of life. Everolimus is an alternative treatment for several comorbidities, but its early use (< 3 years) requires further study.
KeywordsEpilepsyEverolimusHypopigmented maculesRhabdomyomasTSC1/TSC2Tuberous sclerosis complex CategoriesEpilepsias y síndromes epilépticos
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Introducción


El complejo esclerosis tuberosa (CET) es un trastorno genético autosómico dominante, cuya etiología se encuentra en las alteraciones de la vía de m-TOR, principalmente a través de mutaciones en los dos genes conocidos hasta ahora TSC1/TSC2 [1].

Esta entidad se caracteriza por una predisposición a la formación de tumores benignos (hamartomas) en múltiples órganos (cerebro, piel, riñones, retina, corazón y pulmones). Presenta una amplia variabilidad clínica, incluso dentro de la misma familia, y su morbimortalidad se asocia a las manifestaciones multisistémicas [2]. El diagnóstico se basa en los criterios revisados en la Conferencia de Consenso Internacional en 2012 del CET [3,4].

El CET estuvo infradiagnosticado hasta los años ochenta, cuando se refería una incidencia de entre 1/100.000 y 1/200.000 [5]. Posteriormente, se ha estimado una prevalencia de 1/6.000 habitantes [6], aunque regiones como Alemania dan un rango más amplio de 1/6.760-1/13.520 [7]. No se conoce ningún estudio epidemiológico en España. Registros como el estudio TuberOus SClerosis registry to increase disease Awareness (TOSCA), publicado en 2017, suponen una exhaustiva revisión de la historia natural de la enfermedad [8], pero en nuestra actividad clínica habitual necesitamos una descripción práctica de los aspectos a los que prestar más atención a lo largo de la infancia.
 

Objetivo


Se pretende aportar un conocimiento más concreto de los criterios clínicos que pueden llevar a un diagnóstico precoz, de las pruebas complementarias iniciales que se pueden realizar, así como de las actuaciones y tratamientos que contribuyan a prevenir el desarrollo de las diferentes comorbilidades del CET y, por tanto, mejorar el pronóstico de nuestros pacientes.
 

Pacientes y métodos


Estudio descriptivo, transversal, observacional, retrospectivo de los pacientes de 0 a 18 años con diagnóstico definitivo de CET seguidos en un hospital terciario desde 1998 a 2019.

Se recogieron los datos epidemiológicos, de afectación neurológica, dermatológica, cardiológica, oftalmológica, nefrológica y neuropsicológica, así como de pruebas de imagen, neurofisiológicas y genéticas disponibles.
 

Resultados


Se obtuvieron datos de 94 pacientes, un 39,4% (n = 37) mujeres y un 60,6% (n = 57) varones. La edad media en el momento de finalización del estudio fue de 10,1 ± 4,9 años, con un rango de 1 a 18 años.

La mediana de edad al diagnóstico del CET fue de 8 meses (media, 2 ± 3,3 años; rango, 0-14 años). En la figura se observa la distribución de la muestra según la edad en el momento del diagnóstico de CET.

 

Figura. Distribución de los pacientes con complejo esclerosis tuberosa según la edad en el momento del diagnóstico.






 

La frecuencia de aparición de cada uno de los criterios diagnósticos se representa en la tabla I.

 

Tabla I. Resumen de la frecuencia de aparición de los diferentes criterios clínicos en nuestra población (basado en los criterios revisados en la Conferencia de Consenso Internacional en 2012 del complejo esclerosis tuberosa [4]).

Criterio genético: 42 (66,7%) variantes patogénicas –30 TSC2 (71,4%), 12 TSC1 (28,6%)–

Criterios clínicos

Criterios mayores

Criterios menores


Criterio

N.º de pacientes con criterio
(%)


Criterio

N.º de pacientes con criterio
(%)


≥ 3 máculas hipomelanóticas, > 5 mm

79 (84%)


Lesiones cutáneas ‘en confeti’

13 (13,8%)


Angiofibromas faciales (≥ 3) o placa fibrosa cefálica

53 (56,4%) o 31 (33%)


Muescas en el esmalte dental (> 3)

2 (2%)


Fibroma ungueal (≥ 2)

8 (8,5%)


Fibromas orales (≥ 2)

1 (1%)


Placa de zapa

50 (53,2%)


Parches acrómicos retinianos

0


Múltiples hamartomas nodulares retinianos

14 (14,6%)


Quistes renales múltiples

37 (39,3%)


Displasias corticales (túberes, líneas de migración de la sustancia blanca)

89 (94,7%)


Hamartomas no renales

16 (17%)


Nódulos subependimarios

76 (77%)

   

Astrocitoma de células gigantes

16 (17%)

   

Rabdomiomas cardíacos

57 (60,6%)

   

Linfangioleiomiomatosis

0

   

Angiomiolipomas renales (≥ 2)

56 (59,6%)

   

 

El 63,8% de los pacientes (n = 60) fueron diagnosticados en el primer año de vida, 14 (14,8%) mediante diagnóstico prenatal por hallazgo de rabdomiomas.

El síntoma o signo que motivó la sospecha de CET, por orden de frecuencia, fue: la epilepsia (n = 62), los rabdomiomas prenatales (n = 14) y los estigmas cutáneos (n = 7). Al final del estudio, los criterios clínicos diagnósticos de mayor prevalencia fueron los de afectación cerebral (túberes), seguidos de los cutáneos (máculas hipopigmentadas).

Ochenta y un pacientes (86,1%) tenían realizado un estudio genético con un hallazgo predominante de mutaciones en TSC2 (n = 53) (TSC1: 16; negativo: 12). De ellos, sólo en 63 casos se disponía de informe genético completo. Según la clasificación del American College of Medical Genetics and Genomics, se pudo establecer patogenicidad en 42 de ellos (66,7%; 30 TSC2, 12 TSC1), variantes probablemente patógenas en 14 (22,2%) y de significado clínico incierto en siete (11,1%).

Hallazgos dermatológicos


Las lesiones cutáneas, de forma aislada, motivaron el diagnóstico en el 7,4% (n = 7) de los pacientes, con edad media de 5,5 ± 2,5 años (rango de 2 a 8,5 años). De ellos, seis cumplían, además, otros criterios clínicos o radiológicos en ese momento, y los túberes estaban presentes en todos ellos.

Las máculas hipopigmentadas se evidenciaron en 88 pacientes (93,6%), si bien en nueve de ellos estaban en número insuficiente para considerarlas criterio clínico (seis casos con dos manchas y tres con una aislada). En 66 casos se pudo recoger el momento de aparición de las máculas, que se estableció en los primeros seis meses de vida en 54 pacientes, estando ya presentes en el nacimiento o los primeros días de vida en 36 de ellos. Esto las convierte en uno de los signos clínicos identificables más precoces.

Quince pacientes no tenían máculas o éstas no presentaban las características necesarias para cumplir el criterio clínico, pero en 13 de ellos se objetivaban otros hallazgos cutáneos que también constituían criterio diagnóstico (angiofibromas, placa cefálica, placa de chagrin y lesiones en confeti).

La edad de aparición de los angiofibromas se situó entre 1 y 12,4 años, con una mediana de 5 años (media de 6 ± 3 años), y éstos mostraron una mayor prevalencia entre los niños de 4 a 7 años (n = 17; 32%).

En relación con la placa fibrosa cefálica, cinco de los pacientes (16,6%) referían presentar al menos una desde el nacimiento o los primeros meses, lo que la convirtió en la segunda lesión identificable clínicamente en los niños más pequeños.

Los fibromas orales se describieron en 12 pacientes (12,8%), especialmente en la cara anterior del maxilar superior, si bien todos menos uno tenían una única lesión, y constituyeron criterio diagnóstico sólo en un caso.

Nueve niños padecían hamartomas cutáneos (cinco fibrosos, cuatro foliculoquísticos y dos de otra naturaleza).

Hallazgos cardiológicos


Los rabdomiomas constituyeron un hallazgo prenatal entre la semana 20 y la semana 36 en 16 casos (17%) y llevaron al diagnóstico de CET en ese momento al 87,5% de ellos (n = 14). En los dos pacientes restantes, el diagnóstico se retrasó hasta las edades de 11 meses y 3 años, cuando ambos iniciaron una epilepsia y se revisaron los antecedentes personales.

Excluyendo los pacientes con hallazgo prenatal, el diagnóstico de rabdomiomas fue más frecuente durante el primer año de vida (n = 26; 45,6%) y ascendió a 32 pacientes si ampliamos este período hasta los 2 años. En tres pacientes, las lesiones cardíacas se evidenciaron en los primeros días tras el nacimiento, dos por estudio de un soplo cardíaco y otro en el contexto de una valoración por un breve evento inexplicable resuelto. De forma global, los rabdomiomas constituyeron el criterio diagnóstico inicial de CET en el 21,2% de todos los pacientes del estudio (n = 20), bien de forma prenatal, bien en la primera semana de vida. Evolutivamente, en 12 pacientes (21%) se comprobó la desaparición de estas lesiones.

Se detectó una alteración del ritmo cardíaco en nueve casos (9,6%), y destacaron dos síndromes de preexcitación o síndromes de Wolf-Parkinson-White. Uno de ellos precisó tratamiento con ablación por radiofrecuencia, con la peculiaridad de no haber evidenciado rabdomiomas ni en el diagnóstico del CET (realizado a los 5 meses), ni evolutivamente.

En 10 pacientes se detectaron malformaciones vasculares, generalmente en forma de malformaciones capilares focales en diferentes partes del cuerpo. Destacaron dos niños con lesiones aneurismáticas (uno con afectación de la arteria subclavia izquierda que llevó a la amputación de la extremidad y otro con aneurisma de la carótida interna izquierda hallado durante la resonancia magnética craneal de seguimiento y que precisó tratamiento endovascular).

Hallazgos oftalmológicos


Se determinaron hamartomas retinianos en 27 pacientes (28,7%), pero sólo 14 de ellos fueron considerados criterio diagnóstico por tener dos o más lesiones. En ningún paciente causaron sintomatología, si bien dos de ellos tuvieron un seguimiento más estrecho al parecer que la lesión alcanzaba parcialmente el área macular. La edad media de diagnóstico fue de 5,3 ± 5 años (mediana, 5 años; 1 mes-13 años). No se registraron parches acrómicos.

Hallazgos neuropatológicos


Únicamente en cuatro pacientes no se evidenciaron lesiones en la resonancia magnética craneal y fueron diagnosticados de CET por otros estigmas.

Túberes corticales

Ochenta y nueve (94,7%) de los pacientes tuvieron túberes en la resonancia magnética craneal de 1,5 T; todos con múltiples lesiones (>10), excepto uno con un único túber cortical. No se estudió su distribución en los diferentes lóbulos cerebrales, pero, de los casos sometidos a cirugía de epilepsia (n = 25), en 14 (56%) el túber se encontraba sobre el lóbulo frontal.

Los túberes cerebelosos se objetivaron exclusivamente en 14 pacientes (14,8%), todos ellos ≥ 5 años, con una localización fundamental en el hemicerebelo derecho (n = 8; 57%). No se encontró relación estadísticamente significativa entre ellos y la presencia de déficit cognitivo, trastorno del espectro autista o sintomatología de trastorno por déficit de atención/hiperactividad.

Trece de los pacientes que desarrollaron túberes a la altura del cerebelo fueron diagnosticados de CET en los primeros 3 años de su vida, fundamentalmente antes de cumplir el primer año (n < 12 meses: 11; 84,6%), en el contexto de una epilepsia, pero, aun así, no se demostró una relación estadísticamente significativa entre ambas situaciones (p = 0,429).

Astrocitoma de células gigantes (SEGA)

Se determinó la presencia de SEGA en 16 pacientes (17%), con una edad media de diagnóstico de 7 ± 5,8 años (mediana, 5,5 años; 3,5 meses-17 años), seis casos antes de los 3 años. Todos presentaban nódulos subependimarios previos en la misma localización. Doce (75%) tuvieron genética TSC2, mientras que dos (12,5%) fueron TSC1. No se encontró relación estadísticamente significativa entre estas condiciones, si bien cinco de los seis casos diagnosticados antes de los 3 años fueron TSC2. Cinco pacientes (31,2%) requirieron intervención quirúrgica por crecimiento de la lesión, uno de ellos de forma urgente.

Hallazgos neurológicos


La epilepsia fue el motivo más frecuente de diagnóstico de CET en nuestra muestra (n = 62 pacientes; 66%).

Entre los 94 pacientes, 83 (88,3%) padecieron epilepsia en algún momento de su seguimiento. La mediana de edad de inicio de las crisis convulsivas fue de 8 meses, con un rango muy amplio (0-15 años). El 64% (n = 53) fueron lactantes menores de 12 meses, y este porcentaje se incrementa hasta el 85,5% (n = 71) si ampliamos la edad de inicio de la epilepsia a los primeros 2 años de vida. En 16 (22,5%) de los pacientes menores de 2 años se consiguió su control en los meses siguientes.

De los 89 pacientes con túberes, 80 padecían epilepsia (90%) y se encontró una relación estadísticamente significativa entre ambas condiciones (p = 0,043). Lo mismo ocurrió con la presencia de nódulos subependimarios (p < 0,001).

En relación con el tipo de crisis convulsivas, se registraron: espasmos epilépticos (n = 43; 51,8%), crisis focales (n = 78; 94%) y crisis focales con generalización secundaria o referidas como generalizadas primarias (n = 21; 25,3%).

Para analizar la repercusión de la epilepsia, los pacientes se dividieron en tres grupos: pacientes libres de crisis, entendiendo éstos los que llevaban ≥ 2 años sin episodios convulsivos (n = 37; 44,5%); pacientes con epilepsia refractaria, los que tenían persistencia de crisis en los últimos dos años (n = 46; 55,4%); y pacientes que nunca presentaron epilepsia (n = 11; 13,2%). Sus características se resumen en la tabla II.

 

Tabla II. Resumen de las características epidemiológicas, genéticas, neuropatológicas y de los trastornos neurocognitivos asociados al complejo esclerosis tuberosa (CET) en la cohorte pediátrica, según el padecimiento o no de epilepsia –CET, cociente intelectual (CI), trastorno del espectro autista (TEA), astrocitoma de células gigantes (SEGA) y antecedentes familiares (AF)–. El % se ha realizado a partir de los pacientes de los que se conocían datos.

 

Pacientes sin epilepsia:
n = 11

Pacientes libres de crisis:
n = 37

Pacientes con epilepsia refractaria: n = 46

Valor de p


Mediana de edad del inicio de la epilepsia

 

10 meses

6,5 meses

0,016


Mediana de edad del diagnóstico de CET

6 años

9 meses

5,5 meses

0,061


Mediana de edad del control de la epilepsia

 

4,4 años

 



Gen TSC2 (n; %)

5; 45,5

19; 51,3

29; 63

0,284


CI normal (n; %)

10; 91

18; 48,6

9; 19,5

0,005


TEA (n; %)

1; 9

8; 21,6

18; 39

0,087


Cirugía de epilepsia (n; %)

 

10; 27

15; 32,6

0,582


Túberes (%) (% >10 túberes)

9; 81,8 (n = 5; 55,5)

36; 97,3 (n = 30; 83,3)

44; 95,6 (n = 38; 86,4)

0,69


Túberes en el cerebelo (n; %)

0; 0

5; 13,9

7; 15,9

0,654


SEGA (n; %)

1; 9

7; 19

8; 17,4

0,857


AF (n; %)

4; 44,4

10; 27,7

12; 30

0,236


 

Sólo en cinco casos (5,3%) se pudo realizar un seguimiento mediante videoelectroencefalograma desde los primeros meses de vida y antes del posible inicio de la epilepsia. Cuatro de ellos desarrollaron anomalías epileptiformes y recibieron por ello tratamiento preventivo con vigabatrina. Los cuatro padecieron finalmente epilepsia, si bien tres mantenían un nivel cognitivo en el rango de la normalidad al finalizar el estudio.

De los 83 pacientes con crisis convulsivas, 25 (30,1%) fueron sometidos a cirugía de epilepsia y 26 (31,3%) recibieron tratamiento con everolimús. En dos pacientes se colocó un estimulador del nervio vago y uno de ellos llegó a estar libre de crisis.

Se evidenció alteración en alguno de los niveles de los trastornos neuropsiquiátricos asociados al CET en 64 pacientes (68%). El déficit cognitivo fue el más prevalente –57 pacientes (60,6%)–. Se disponía de estudios neuropsicológicos seriados en 42 casos; en nueve se objetivó una variación negativa dentro del mismo individuo de > 15 puntos (una desviación estándar). Destacamos la evolución de cinco niños que, partiendo de un nivel cognitivo normal o límite, tuvieron un deterioro progresivo significativo. Todos estos pacientes padecieron epilepsia de inicio en el primer año de vida, con crisis en forma de espasmos y refractariedad al tratamiento, incluso cuando en tres de ellos se realizó cirugía de epilepsia.

Se evidenció una relación estadísticamente significativa entre el déficit cognitivo y la epilepsia (p < 0,0001), especialmente entre los que presentaron un inicio más precoz (< 5,5 meses; p < 0,001), no así con el padecimiento del trastorno del espectro autista (p = 0,126). Los pacientes en los que se consiguió un control de su epilepsia en el primer año de vida tuvieron un desarrollo cognitivo más favorable (p = 0,031), mejor nivel cognitivo (p = 0,03) y menor probabilidad de trastorno del espectro autista (p = 0,004) que en los que la epilepsia prosiguió más allá de ese período.

En relación con la genética, de todas las manifestaciones neurológicas del CET, TSC2 se relacionó con desarrollo de epilepsia en edades más tempranas (< 1-2 años; p = 0,042) y con desarrollo de espasmos epilépticos (p = 0,049).

Hallazgos renales


La mediana de edad de aparición de los angiomiolipomas fue de 7 años (1-17 años). En dos pacientes (3,5%) hubo un crecimiento progresivo de éstos, que alcanzó medidas de 68 × 44 × 33 mm en uno y 62 × 54 × 45 mm en otro. En ambos se inició tratamiento con everolimús. En el primer paciente, con seis meses de tratamiento en el momento del estudio, se demostró una reducción significativa del tamaño de la lesión hasta valores de 43 × 38 × 23 mm.

Presentaron quistes renales 37 pacientes (39,4%), con una mediana de edad de aparición de 6,5 años (7 meses-15 años), sin haber diferencias significativas (p = 0,808) por sexo, aunque con mayor relación estadística con mutaciones en TSC2 (p = 0,006).

Dos pacientes mostraban deleción TSC2-PKD1 y, aun manifestando angiomiolipomas y quistes, ninguno evolucionó hacia un patrón de poliquistosis en edad pediátrica (6 y 14 años respectivamente) hasta el momento de finalización del trabajo.

En dos casos se objetivó un deterioro progresivo de la función renal que alcanzó niveles de enfermedad renal crónica de grado III a los 14 y 15 años, respectivamente. Ambos presentaban múltiples quistes renales de 1-2 cm de tamaño, pero con angiomiolipomas milimétricos.

En ninguno de los pacientes de la muestra se demostraron lesiones sugestivas de carcinoma renal, aunque dos familiares adultos (madre de un paciente y abuelo de otro) fueron sometidos a nefrectomía por este motivo.

Antecedentes familiares


Se pudieron recoger antecedentes familiares en 85 de los 94 pacientes (90,4%) y se hallaron familiares afectos en 26 de nuestros pacientes, si bien solo tres casos eran conocedores de ello antes del diagnóstico del niño. En 15 casos, su propio diagnóstico llevó a estudiar y diagnosticar no sólo a sus progenitores, sino también a hermanos y otros familiares directos, como tíos, primos y abuelos.

Tratamiento con everolimús


Veintiocho pacientes recibieron tratamiento con everolimús. La edad media de inicio fue de 7,6 años (mediana, 7 años; 6 meses-17 años). Los principales motivos de instauración fueron la epilepsia y el SEGA. En 20 de ellos (71,4%) se comprobó algún efecto beneficioso. Diecisiete pacientes (60,7%) sufrieron efectos adversos. Destacaron los casos con infecciones graves (n = 11; 64,7%), seis de los cuales requirieron ingreso en la unidad de cuidados intensivos.

Para tratar de establecer si el uso precoz de everolimús suponía algún cambio en la evolución de los niños con CET, se analizó a los pacientes con diagnóstico de CET e inicio de everolimús antes de los 3 años de edad y que lo mantuvieran durante un período mínimo de un mes (rango, 1 mes-8 años), comparándolos con los de diagnóstico en el mismo intervalo de tiempo, pero que no habían recibido everolimús en ningún momento.

Los resultados del análisis, desde el punto de vista estadístico, se exponen en la tabla III.

 

Tabla III. Diferencias estadísticas entre los pacientes que recibieron tratamiento con everolimús antes de los 3 años y los que no lo hicieron, en función de sus características clínicas y epidemiológicas –complejo esclerosis tuberosa (CET), angiomiolipomas (AML) y trastorno del espectro autista (TEA)–.

 

Pacientes con inicio de everolimús < 3 años (n = 8)

Pacientes sin everolimús < 3 años (n = 39)

Valor de p


Sexo (varones)

6 (75%)

29 (60,4%)

0,430


Mediana de edad en el momento del estudio (años)

4,05

8

0,071


Mediana de edad de diagnóstico del CET (meses)

3,25

5,5

0,312


Genética (n = TSC1/TSC2/negativa)

2/6/0

8/26/5

0,561


Presencia de epilepsia

8 (100%)

45 (93,7%)

0,467


Mediana de edad de inicio de la epilepsia (meses)

4

11

0,001


Espasmos epilépticos

6 (75%)

24 (53,3%)

0,255


Hipsarritmia

2 (25%)

10 (21,3%)

0,814


Control de la epilepsia

4 (50%)

21 (46,7%)

0,862


Angiomiolipomas renales

6 (75%)

24 (50%)

0,189


Mediana de edad de aparición del AML (años)

2,8

8

< 0,001


Quistes renales

3 (37,5%)

21 (43,7%)

0,741


Mediana de edad de aparición de los quistes (años)

3

6,5

0,252


Presencia de déficit cognitivo

7 (87,5%)

32 (66,7%)

0,235


Padecimiento de TEA

3 (37,5%)

10 (20,8%)

0,301


 

 

Discusión


Las denominadas enfermedades raras son las que afectan a un número pequeño de personas en comparación con la población general y que, por su rareza, plantean cuestiones específicas. De forma general, en estas enfermedades sabemos que existe un déficit de conocimientos médicos, científicos y de tratamiento curativo. En el CET son muchos los artículos que han descrito los diferentes aspectos de esta enfermedad tan heterogénea, pero las dudas sobre la afectación, y principalmente sobre el pronóstico, siguen estando presentes tanto en los médicos como en los pacientes o los familiares. Estas inquietudes se acrecientan cuando el diagnóstico se produce en la edad pediátrica. En los últimos años, el incremento de casos con diagnóstico prenatal provoca una inquietud creciente y un mayor ‘desgaste’ familiar y profesional ante la falta de verdaderos factores pronósticos. Las últimas series sitúan esta edad de diagnóstico en una mediana de 11 meses (0-16 años), con un 22% de diagnóstico prenatal [7]. Davis et al (2017) hablan incluso de un diagnóstico más precoz, casi en el primer mes y medio de vida, con un 35% de diagnóstico prenatal [9]. En nuestra serie, el 17% (n = 16) de los niños presentó dichos hallazgos cardiológicos de forma antenatal y, en otros cuatro, el hallazgo de rabdomiomas supuso el punto de partida del diagnóstico en la primera semana de vida.

En el nacimiento, de los 16 pacientes con rabdomiomas prenatales, 10 (62,5%) tenían también máculas hipopigmentadas, y de los seis sin lesiones cutáneas, cinco presentaban túberes y nódulos subependimarios en la resonancia magnética craneal. En el sexto paciente, a pesar de no tener otro criterio clínico en el nacimiento, se constató la presencia de múltiples lesiones hipomelánicas en el padre, y se detectó en ambos una mutación patógena en TSC2 y pudo ser diagnosticado de CET de forma confirmada. Además del período prenatal y la primera semana de vida, los rabdomiomas se han llegado a referir hasta en el 60,6% de nuestros niños y adolescentes. Esto nos debe hacer considerar que, ante la presencia de un recién nacido o lactante con máculas hipopigmentadas, el estudio cardiológico es la prueba más inocua y rentable para el inicio del cribado del CET.

Como hemos descrito previamente, además de los rabdomiomas, las manifestaciones cutáneas son, de forma global, el criterio diagnóstico más precoz, especialmente las máculas hipopigmentadas, pues, aunque pueden aparecer en la población general, el tener más de tres máculas es muy poco frecuente fuera de esta entidad clínica (sólo el 0,1% de la población sana tiene tres lesiones acrómicas) [10,11]. La existencia de una o dos máculas hipopigmentadas aisladas en un recién nacido nos debe llevar a realizar una exploración más exhaustiva utilizando luz de Wood y/o a mantener un seguimiento cercano del niño para determinar la aparición de nuevas lesiones. También hay que tener en cuenta en este grupo de edad la placa fibrosa, por ser el segundo criterio cutáneo más relevante para un diagnóstico precoz [12]. Cabe recordar, como se ha expuesto previamente, la importancia de preguntar por estigmas cutáneos en los progenitores.

Pasados los primeros 2 años de vida, las lesiones cutáneas continúan siendo fundamentales como parte del diagnóstico de sospecha. Tras las máculas hipopigmentadas, los angiofibromas faciales y la placa de chagrin fueron las manifestaciones cutáneas más prevalentes (56,4 y 53,2%, respectivamente), datos similares a los referidos en la bibliografía [4].

Cabe reseñar que, en función de nuestra propia observación, en población pediátrica y fundamentalmente en edad escolar, la aparición de un fibroma oral aislado por sí solo, sin relevancia clínica, nos debe hacer interrogar y explorar sobre otros estigmas cutáneos.

Analizando las pruebas complementarias, la frecuencia de túberes, nódulos subependimarios y SEGA vistos por resonancia magnética craneal no difiere de lo referido en la bibliografía [8,13], pero ayudaría a un diagnóstico precoz en los casos de rabdomiomas intraútero o estigmas cutáneos en el nacimiento. En la práctica clínica, se debe señalar la relevancia del SEGA como el tumor intracraneal más frecuente en los pacientes con CET. La bibliografía establece su presencia en un 5-25% de los pacientes [8,14] (el 17% en nuestra muestra). Suelen crecer, aunque lentamente, en el 36,7% de los casos [8], con una edad media de presentación de sintomatología o hidrocefalia de 9,7 años [15]; ésta es la edad aproximada de la cirugía [16]. En nuestra población, el SEGA creció en un 31,2% de los pacientes, con una edad media en el momento de la cirugía de 7 años, aunque con un rango amplio de 3 a 11 años. Precisamente, es en los niños de menor edad donde la bibliografía refleja que, aunque con escasa frecuencia, se puede producir un rápido y significativo aumento de tamaño [17,18]. En nuestro trabajo, de los seis casos diagnosticados de SEGA antes de los 3 años, sólo tres precisaron intervención quirúrgica, de forma urgente en uno de ellos por clínica aguda de hidrocefalia. Dos pacientes presentaron un intervalo de crecimiento de 5,6 y 8 años, respectivamente, y tres se mantuvieron estables. Este último escenario es, seguramente, debido al uso de everolimús en todos ellos, pues incluso en los casos que no se ha conseguido un control completo del crecimiento de la lesión, sí lo ha enlentecido de forma significativa, al igual que reflejan artículos similares [19].

La morbilidad del SEGA merece una mención especial que refuerce la importancia de las pruebas de imagen en la edad pediátrica. Todos los pacientes con SEGA tenían un nódulo subependimario próximo al agujero de Monro en las imágenes previas, hallazgo que se debe considerar a la hora de establecer la frecuencia de las pruebas de control [20]. Independientemente, padres y pacientes deben ser educados con respecto a los síntomas relevantes (dolores de cabeza, problemas visuales, náuseas o vómitos, aumento de las convulsiones…) que requerirían una evaluación médica urgente [21].

A nivel renal, la prevalencia de los angiomiolipomas y quistes estuvo acorde con lo referido en otras publicaciones [22,23]. Ambos se diagnosticaron fundamentalmente entre los 6 y los 12 años, lo que resalta la importancia de un cribado ecográfico durante la infancia, especialmente desde la etapa escolar. Un aspecto destacable es el desarrollo de enfermedad renal, que, en nuestro caso, no se relacionó de forma estadísticamente significativa ni con los angiomiolipomas ni con los quistes renales. De esta forma, tanto el estudio por imagen (ecografía abdominal y, si es necesario, confirmación con resonancia magnética abdominal) como un análisis de sangre y orina deben realizarse periódicamente para detectar angiomiolipomas, quistes, lesiones atípicas y/o el progreso hacia una enfermedad renal crónica.

En relación con las pruebas cardiológicas, aunque se sabe que los rabdomiomas tienden a desaparecer a medida que el niño crece, los trastornos del ritmo podemos no tenerlos tan presentes como algo intrínseco del CET, y, sin embargo, fueron otra de las manifestaciones cardíacas frecuentes en esta serie, dato similar al de la bibliografía [24], de ahí la importancia de la monitorización cardiológica, añadiendo un electrocardiograma incluso cuando los rabdomiomas ya han regresado.

El hallazgo de malformaciones vasculares, algo ya publicado previamente [24-26], tiene una gran relevancia, ya que, aunque raras, conllevan un riesgo vital. En este sentido, los neurorradiólogos deben prestar una atención especial a su posible existencia en las resonancias magnéticas craneales que se realizan como parte del seguimiento de los nódulos subependimarios y/o SEGA, y, ante la duda, incluir la angiografía como técnica diagnóstica. De igual forma, durante la ecografía abdominal para la valoración de la afectación renal, se debería realizar una búsqueda activa de aneurismas de aorta abdominal. En el caso de la afectación de la aorta torácica, es necesario revisar o incluso realizar, si no se tiene ninguna, una radiografía de tórax [27].

Dada la frecuencia de trastornos neuropsiquiátricos asociados al CET determinada en nuestra serie, tener una adecuada orientación neuropsicológica permitirá decidir tratamientos o establecer recomendaciones académicas que favorezcan el desarrollo e integración de los niños y adolescentes.

En nuestro estudio, la presencia de túberes y nódulos subependimarios en una resonancia magnética craneal se ha asociado de forma estadísticamente significativa con la epilepsia y el déficit cognitivo, no así con el trastorno del espectro autista. Además, si el inicio de la epilepsia se producía en forma de espasmos epilépticos, en edades precoces (< 5,5 meses) y no se controlaba en los primeros meses, conllevaba un incremento del riesgo de padecer déficit cognitivo y trastorno del espectro autista. Eso hace que debamos ser agresivos a la hora de tratar la epilepsia, especialmente en estas edades [28-30].

Si con lo expuesto hasta ahora parece claro que el desarrollo de epilepsia contribuye claramente al déficit cognitivo, es imprescindible su prevención [31,32]. En nuestro caso, el pequeño tamaño del grupo de pacientes con un control seriado de videoelectroencefalograma desde los primeros meses de vida dificultó la posibilidad de establecer conclusiones contundentes, si bien, coincidiendo con la bibliografía, el desarrollo de anomalías electroencefalográficas, aun sin visualizar crisis epilépticas, merece una valoración y un tratamiento precoces.

En la bibliografía, la presencia de túberes en el cerebelo y su localización se han reseñado como un marcador de morbilidad neurológica [33,34], más a nivel del desarrollo comunicativo y social cuando asientan en el hemicerebelo derecho [35]. Nuestra prevalencia coincide con lo descrito [36], si bien no fue posible demostrar que la afectación cerebelosa tuviera una asociación estadística con el déficit cognitivo.

En los últimos años, dado el conocimiento sobre la fisiopatología del CET, surge la esperanza de establecer el beneficio que los fármacos inhibidores m-TOR pueden tener sobre sus manifestaciones. En nuestra población, 28 niños recibieron tratamiento con everolimús, y se constató un control parcial de la epilepsia en el 84,6% y en el crecimiento del SEGA en el 83,3% de los casos. La mejoría en otros aspectos, como los angiofibromas, las máculas hipomelanóticas o los rabdomiomas, no alcanzó valores significativos, aunque fueron objetivados como favorables de forma individual. Con estos datos parece claro el efecto beneficioso del uso de everolimús en la edad pediátrica, aunque, desafortunadamente, nuestro análisis en menores de 3 años no fue capaz de demostrar diferencias estadísticamente significativas ni a nivel cognitivo ni en el trastorno del espectro autista. Posiblemente, el limitado tamaño muestral (n = 8) y la gravedad de los pacientes (inicio más precoz de las crisis, presencia de angiomiolipomas en edades más tempranas) ha hecho que no alcancemos la significación estadística adecuada. A pesar de ello, se debe reseñar que, en dos de los ocho pacientes en los que se empleó de forma más precoz por presencia de SEGA (6 y 18 meses, respectivamente), supuso una ‘ayuda’ fundamental para el control de su epilepsia y, posiblemente, para conseguir un desarrollo cognitivo mejor del esperado por la forma de inicio de la epilepsia (espasmos epilépticos, trazado multifocal, gran carga tuberal…). Es importante no despreciar la tasa de efectos adversos que se producen, lo que hace primordial la vigilancia de signos de infección (por ejemplo, la aparición de fiebre) e instruir a los padres sobre la suspensión del tratamiento ante la mínima sospecha de ellos.

En relación con la importancia de la genética en nuestra muestra, debemos partir de que el diagnóstico del CET se establece clásicamente por una serie de criterios clínicos y radiológicos actualizados en 2012 [4]. En esa revisión se incluyó la posibilidad de hacer un diagnóstico de CET definitivo únicamente con la identificación de una mutación genética claramente patógena, incluso en ausencia de signos y síntomas clínicos [4]. En nuestro estudio, llama la atención la baja tasa de variantes patógenas (66,7%) respecto a lo evidenciado en otros trabajos [8]. Esto posiblemente se deba a la falta de disponibilidad del informe genético completo en una proporción reseñable de la muestra de estudio o al hecho de que no incluimos a los pacientes con ‘variantes probablemente patógenas’, en cuyo caso la muestra sería más similar a los casos publicados. A pesar de ello, la proporción de patogenicidad de TSC1 y TSC2 no dista mucho de lo referido por otros autores [37]. El estudio genético cobra importancia ya no por el diagnóstico en sí mismo, sino porque la determinación de un caso familiar o esporádico es imprescindible para un correcto asesoramiento genético. En este aspecto, la incertidumbre se ciñe sobre los casos ‘sin mutación identificada’, donde posiblemente estemos ante verdaderas mutaciones en mosaico, bien gonadal o somático, con las implicaciones que esto tiene ante el deseo de un diagnóstico preconcepcional [38].

Conclusiones


De todo lo expuesto se desprende que, a pesar del conocimiento cada vez más profuso que se tiene del CET, hay un amplio abanico de preguntas que surgen en nuestra práctica clínica diaria que continúan generándonos incertidumbre y es imperativo un trabajo multidisciplinar que permita un seguimiento estrecho de los pacientes.

 

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Tuberous sclerosis complex: analysis of areas of involvement, treatment progress and translation to routine clinical practice in a cohort of paediatric patients

Introduction. Tuberous sclerosis complex (TSC) displays great phenotypic variability. Increasingly early diagnosis, including prenatal identification, entails the need for the paediatrician and neuropaediatrician to establish early suspicion and identification of factors that may influence prognosis and treatment.

Aim. To determine the clinical criteria for early diagnosis, initial complementary tests, actions and treatments to prevent different comorbidities, so as to improve the prognosis of these patients.

Patients and methods. Descriptive, retrospective study of 18-year-olds with a definitive diagnosis of TSC in a tertiary hospital from 1998 to 2019. We collected variables referring to epidemiological data, multisystem involvement, complementary tests and genetics.

Results. Ninety-four patients were analysed. The main diagnostic reasons were epilepsy and rhabdomyomas. The frequency of occurrence of clinical criteria was determined, and neuropathological findings were the main findings, followed by cutaneous stigmata, rhabdomyomas and renal lesions. Statistical relationships were found between clinical, radiological and genetic aspects, the influence of preventive activities on the occurrence of epilepsy and the relevance of everolimus use were tested.

Conclusions. Rhabdomyomas and skin stigmata in patients and parents are major diagnostic signs in infants. Tubers and subependymal nodules are statistically associated with the development of epilepsy. Early epileptic spasms, refractory to treatment in the first months, increase the risk of cognitive deficits and autism spectrum disorder. Epileptic abnormalities need to be closely monitored in the first year of life. Everolimus is an alternative treatment for several comorbidities, but its early use (< 3 years) requires further study.

Key words. Epilepsy. Everolimus. Hypopigmented macules. Rhabdomyomas. TSC1/TSC2. Tuberous sclerosis complex.

 

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